viernes, enero 13, 2012 a las 9:33:00 | 0 comentarios
Una frase que escucho con una frecuencia inaudita en forma de comodín todopoderoso con poder para justificarlo todo es la siguiente: "es que es mi opinión y tienes que respetarla". ¿En serio? Es decir, en nuestro país tenemos un vicio muy malo que es opinar de lo que no tenemos ni idea. No me refiero a opinar de lo que sabemos poco, sino a opinar de temas que nos son tan ajenos como el método Dukan a un elefante. Y lo peor es que nos creemos que es nuestro derecho y que tenemos el derecho a defenderlo a ultranza. No estoy diciendo que volvamos a los años cincuenta en los que los argumentos de autoridad estaban por encima de cualquier otra idea. Parece que los españoles no sabemos sino vivir en un extremo o en otro.

Sin embargo, una opinión que surge de la nada no tiene razón de ser. Hay que tener en cuenta que prácticamente todo lo que pensemos ya ha sido pensado antes y, no sólo eso, sino que hay gente que ha dedicado media vida a desarrollar ideas relacionadas. Entonces, ¿de verdad la opinión de una persona que no lee libros desde la ESO es igual de válida que al de alguien que invierte un porcentaje de su tiempo en informarse? Pensar así es absurdo.

Y esa es otra falacia que la gente tiende a tomarse al pie de la letra. Con un orgullo nacido de la nada, cuando una persona acaba de escupirte a la cara una opinión sin ningún fundamento ni concierto ni base científica ni lógica alguna, si tú tienes la osadía de decirle que su opinión es absurda (o la versión menos educada pero más ilustrativa "eso es una gilipollez") se ofende. ¿Por qué? Si uno no dice más que lo primero que le pasa por la cabeza es lógico pensar que alguna gilipollez va a soltar y, en contra de lo que debe pensar la mayoría de la gente (quizás demasiado influenciados por Forrest Gump), decir gilipolleces no te convierte en gilipollas y decir cosas absurdas no te convierte en una persona absurda. Todos tenemos momentos de lucidez y momentos en los que nos merecemos ser sumergidos en un charco de barro. ¿De verdad es tan difícil admitir esto y tan fácil que cualquier chorrada con que se nos ocurra malgastar una bocanada de aire sea un argumento respetable digno de ser tallado en granito para que las futuras generaciones puedan admirarlo?

El problema está en una mala interpretación del concepto "libertad de expresión". Parece que con esa premisa, podemos decir cualquier cosa y el derecho automáticamente lo equipara con cualquier teoría científica desarrollada con el paso de los años. Pues el derecho a la libertad de expresión hay que ganárselo. Si para corroborar una idea hay que estudiar años, para falsarla hay que seguir un procedimiento similar. Una opinión vacía no vale nada. Sin datos, argumentos, conocimiento sobre la materia... una opinión vale menos que nada. Al menos la nada no es dañina que el intelecto. Pero es más fácil mover la lengua que las neuronas y así nos va. Utilizamos el concepto "democrático" como un escudo para nuestro orgullo y eso no puede acabar bien.

Por supuesto, con esto no digo que haya que ejercer ningún tipo de fuerza especial contra la gente que no piensa. No respetar las opiniones infundadas no quiere decir que haya que perderle el respeto al que la dice, simplemente no tener en cuenta su opinión hasta que aprenda a sostenerla con argumentos válidos. Y por válido no me refiero a que estén en consonancia con su interlocutor, la sociedad o el Papa, sino contrastados y apoyados mínimamente en datos.

Supongo que es un problema social y educacional. Así que echando un ojo a la televisión y a los recortes en la educación dudo mucho que la situación cambie a corto plazo. Una lástima, porque aunque decir gilipolleces no te convierta en gilipollas, acostumbrarse a encumbrarlas como doctos argumentos omnipotentes conduce irremediablemente a una espiral de gilipollez.

Idea alegre: he pesando mucho este post. En serio.
Publicado por Carlos L. Hernando Etiquetas:
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